lunes, 14 de octubre de 2013

La historia y la figura del padre: Mentiras aceptadas (Siruela, 2013) de José María Guelbenzu

 
La última novela de José María Guelbenzu (1944, Madrid), Mentiras aceptadas  (Siruela, 2013), es un espléndido retrato de la España de 2005, la España todavía del pelotazo, inmediatamente anterior a la crisis. Historia íntima e historia colectiva se entretejen en una formidable galería de personajes muy complejos, que encarnan tanto las diversas formas de arribismo como, en el caso del protagonista, la reflexión sobre los mecanismos actuales del triunfo económico y social y, especialmente, sobre la responsabilidad de la figura paterna en la educación del hijo.
Con esta nueva novela Guelbenzu confirma una vez más que es « uno de los mejores novelistas españoles », en palabras de Ángel Basanta (El Cultural). La novela, escrita con lo que se podría llamar una densidad ágil, conjugando la solidez de la estructura, la historia, los personajes y las frases de una pulcritud impecable con un ritmo perfectamente sostenido, atlético, tiene dos focos principales de irradiación, vinculados de manera estrecha: la historia reciente de España (la acción y el escenario abarcan desde enero a diciembre 2005) y el tema del padre, como se indica desde la cita de la Eneida que abre el libro. La invocación de Eneas llevando sobre sus hombros a Anquises y protegiendo a la vez a su hijo apunta a una dimensión genealógica fundamental en Mentiras aceptadas: Gabriel Cuneo, el protagonista, es a la vez hijo y padre y su relación con ambos, con el anciano que ya no le reconoce y con el pequeño de doce años a quien intenta proteger de un medio que considera pernicioso, atraviesa toda la novela. El marco de las interrogaciones del hijo-padre que es Cuneo, de la historia personal más significativa del libro (historia en la que confluyen varios hilos, integrando a los demás personajes), es la historia de los ambientes de poder (económicos, financieros, sociales) en los que a través de la falta de escrúpulos, la intriga y la manipulación -que conforman, en la mejor tradición de la novela decimonónica, distintos grados de arribismo-, se persigue siempre « triunfar », a veces con el maquillaje de un chispeante refinamiento. De hecho la oposición entre el legítimo deseo de « vivir bien » y el dudoso empeño en « triunfar » constituye una de las reflexiones del protagonista.
Estupendo autor de novelas policiacas, protagonizadas por la inolvidable Mariana de Marco, Guelbenzu introduce una historia detectivesca dentro de la novela, en un juego formidable de espejos a través del cual construye también, con benigna ironía, un personaje conmovedor, el escritor de novela negra, que sigue al pie de la letra la mitología cinematográfica de la femme fatale. Cabe subrayar en este sentido la mirada del autor sobre muchos personajes (Justo Paleta, Antón Patriarca o doña Milagros-Mila), nada complaciente pero sí compasiva. En cuanto a la mitología, hay también en Mentiras aceptadas un recorrido por varios lugares madrileños que conforman una mitología urbana, lugares emblemáticos que construyen un escenario fascinante, a veces cálido y tierno como ciertos bares, a veces revelando –en los edificios del poder financiero, por ejemplo- la exhibición espacial que necesita el poder.
Destaca igualmente el uso magistral de los nombres (Justo Paleta, Perfecto Alumbre, Mario Pescador etcétera), que se adhieren como una segunda piel a los personajes. El cambio de nombre es el signo de una metamorfosis social, y así doña Milagros se hace llamar Mila para responder a las nuevas exigencias de burbujeante desenvoltura de su medio social. Los nombres de Mentiras aceptadas tienen el mismo poder de irradiación sobre los personajes que los nombres de Manuel Longares (en Romanticismo, por ejemplo). 
Otro núcleo de significación clave en la novela es la mirada. Mentiras aceptadas es  una lección de mirar y una revendicación de la dignidad del oficio artístico. Estamos ante una novela con una poderosa dimensión moral, donde las vivencias de la historia actual desatan las preguntas de un padre en relación al futuro de su hijo y unas reflexiones muy emocionantes y lúcidas sobre la paternidad, el vínculo con el padre del hombre que es padre a su vez y la infancia. La figura del padre se convierte así en el centro de la historia personal y se proyecta sobre la colectiva, agrupando los interrogantes morales de esta excepcional novela. 

sábado, 1 de junio de 2013

Las ventanas de invierno

 
Las alas de sombra: Las ventanas de invierno (La Oficina ediciones, 2013) de Francisco Onieva

Ioana Gruia

Estoy convencida de que en los buenos poemas las palabras extienden su sombra sutil pero exacta en el imaginario afectivo de los lectores, una sombra que se transforma en un círculo de reverberaciones y nos permite ver el poema delante de los ojos. Ver sus alas de sombra, como si el poema fuera un pájaro. « Un pájaro/ detenido en el frío/, con sus alas de sombra », leemos en « En la casa nevada », uno de los poemas de Las ventanas de invierno, libro con el que Francisco Onieva ganó en 2008 el XXI Premio de Poesía Cáceres, patrimonio de la Humanidad, y que se publica ahora en La Oficina ediciones, acompañado por los bellos dibujos de Jacobo Pérez-Enciso. El pájaro y la sombra son dos de los principales núcleos de significación del libro, junto con la ventana, frontera entre la intimidad y el mundo exterior, por donde entra borrascosa y arrebatada la vida, como leemos en el magnífico poema « A destiempo » :

La vida
es aire
que se presenta
sin que puedan cerrarse a tiempo las ventanas. 
Ahora lo sé.


Aparentemente los dos espacios separados –y unidos- por la ventana son el adentro de la casa y el afuera, que puede ser un andén, un bosque, un parque en invierno, elementos de un paisaje vinculado a la geografía sentimental, elaborada poéticamente, de Los Pedroches, que se transforma también en un paisaje interior. Pero el adentro no es sólo el de la habitación desde la que se contemplan los pájaros, la lluvia o la nieve en poemas que recuerdan el mundo de Emily Dickinson o el universo de pasiones dormidas y sin embargo devastadoras de los personajes de Chéjov. El adentro es también el cuerpo-casa, que guarda la memoria de todas las caricias, de la herida y del espléndido « fino haz de ausencias », que marcan el cuerpo como las grietas surcan una casa:

Esta casa es mi cuerpo
y sus cimientos, la memoria.
Tus caricias están en lo más hondo,
entre las piedras que unen los muros a la tierra. 
Mi herida está en cada una de las paredes
que, verticales,
recogen
la luz
y la gavillan
en un fino haz de ausencias;
son la certeza de la cal
y en ellas he aprendido
que es imposible
la vida más allá del propio cuerpo.

En este poema, « Mi casa », Onieva reescribe de alguna manera a Valéry: « No hay nada más profundo que la piel ».  Una piel de lluvia que responde tanto a la metamorfosis (el hombre que mira la lluvia en el primer poema del libro se transforma él mismo en lluvia) como a la continua circulación de sentido entre los distintos núcleos que conforman el tejido de los poemas : pájaro, sombra, ventana, invocados varias veces por los personajes poéticos, femeninos (porque a mi entender hay más de uno) y masculino. Así, los pájaros, « con alma nómada » en « De silencio y de sombra », son las ilusiones que un hombre despertó en la mujer también nómada, la mujer que « arrastra/ una maleta,/ llena de inviernos/ por el andén » (pienso enseguida en el magnífico poema « la chica de la maleta » de Ángeles Mora) en « Los relojes de sombra », la mujer que tiene una « sonrisa/ de niña que conoce/ las no palabras » (bellísimo este conocimiento, esta intimidad corporal e inteligente con las no palabras). La sombra, oscuro y fiel reflejo de las cosas, de las palabras y las no palabras, construye un juego de espejos –el « cielo frágil y rompible » de « El sembrador de escaramujos » « deja un sombra bajo la sombra de tus pies »- y se traslada al corazón ofreciéndose al tacto en « Las ventanas de invierno », donde un niño « palpa un corazón/ hecho de sombra ». 
Libro muy hermoso y profundo, Las ventanas del invierno hará que los lectores se asomen a un mundo de gran belleza sensorial, de tono meditativo, inteligente y celebratorio, como los versos finales sobre el la intensa felicidad de los instantes que valen una vida de « la otra orilla » :

Es una felicidad sin historia.
No puede comprenderse.
Solo un instante,
pero vale una vida.


            Instantes así, de intensa felicidad, esperan a los lectores de este libro

sábado, 11 de mayo de 2013

Escribir el dolor

 
Escribir el dolor: Retrato de M de Matei Călinescu (Miguel Gómez Ediciones, 2012). Traducción de Ioana Zlotescu

Ioana Gruia


El lector español conoce de Matei Călinescu (Bucarest, 1934-Bloomington, 2009), que fue uno de los intelectuales rumanos más queridos y respetados a nivel internacional y prestigiosísimo profesor de literatura comparada en la Universidad de Indiana, el imprescindible estudio Cinco caras de la modernidad: modernismo, vanguardia, decadencia, kitsch, postmodernismo, del que la editorial Tecnos publicó varias ediciones. Retrato de M, editado de manera muy cuidada y hermosa por Miguel Gómez Ediciones y traducido espléndidamente por Ioana Zlotescu, desvela a Matei Călinescu no sólo como un gran escritor e intelectual, sino también como un padre devastado por la muerte de su hijo y sin embargo capaz de escribir el enorme dolor en un libro desgarrador y luminoso. Como explica el autor: « Este es el retrato biográfico de mi hijo que nació el 24 de agosto de 1977 en Bloomington, Indiana, Estados Unidos y falleció, antes de cumplir los veintiséis años, el uno de marzo de 2003, en su ciudad natal, y que escribí en los cuarenta días siguientes a su fallecimiento, los cuarenta días considerados simbólicos ». El joven Matthew, autista, muere en una crisis de epilepsia, después de una vida marcada por la enfermedad y sus inherentes dificultades pero también por una gran capacidad de serenidad y compasión. El tono del libro es de hecho el de una grave serenidad mezclada al dolor inmenso, el de un intento permanente de dialogar con la luminosa figura del hijo una y otra vez revivido por el padre a través de los antiguos diarios que evocan su infancia, su adolescencia, su juventud, su relación con los padres, los amigos, los profesores, con el mundo inevitablemente mediado por la compleja fragilidad que imprime el autismo.
« Cualquier muerte es una gran tragedia » responde Matthew a su padre en un diálogo imaginario que desvela la manera real de pensar del joven, refractaria a los convencionalismos, asumiendo la diferencia como algo natural y consubstancial a los seres humanos –« Todas las personas son distintas » replica Matthew al intento de sus padres de hacerle comprender que él es distinto de los demás­­– y abierta siempre a la belleza del asombro, como desvela el extraordinario final de un discurso que el adolescente pronunció delante de sus profesores y compañeros al acabar el bachillerato, cuando dio las gracias, además de a las personas que lo rodearon de cariño y amistad, « al jardín y a los árboles del jardín y a los matorrales y a la yerba ». El recuerdo del fabuloso texto de Carson McCullers « Un árbol. Una roca. Una nube » es inmediato. La singular sensibilidad de Matthew compensa el desamparo del autismo y le otorga a veces el don de percibir y construir destellos asombrosos de belleza.
Retrato de M configura el corto trayecto vital del hijo en un tono sobrio, meditativo, de dolor contenido, que late agazapado en cada palabra, en casa frase, volviéndose a través de la escritura una fulguración de luz, trágica pero balsámica en su intento de organizarse en reflexiones, de conversar con el hijo y comprenderlo más allá de la muerte. También en vida se esfuerza el padre en continuar siempre el diálogo, tantas veces difícil, con el hijo enfermo. La « lectura de la mente », de los pensamientos, y la metáfora de la lectura son evocadas en varias ocasiones por el padre que es también un gran especialista en los procesos de lectura, autor del estudio Rereading (Yale University Press, 1993). « Dime qué crees ¿la vida es buena o es mala ? », inquiere el padre. « Esta es una pregunta muy difícil », responde el hijo y luego se sumerge en el silencio.  
Destaco una vez más la traducción, impecable y altamente expresiva, de Ioana Zlotescu. La versión española guarda intacta toda la belleza de un texto atravesado por el dolor donde momentos cotidianos de la primera infancia del hijo, los ladridos de los perros en un parque, por ejemplo, se guardan en la memoria como un tesoro de luz: « Siempre recordaré el sonido de aquellos ladridos de perros felices: quizás sean las señales sonoras más fulgurantes de la felicidad ». Al recuerdo poderoso de la felicidad se agarra el padre al final del libro: « cuando sonreía, tal como estaba guardado en mi recuerdo, sonreía no sólo con sus labios o con sus ojos, o con su cara, sino con todo su ser ». La sonrisa a raudales del hijo es la última imagen, enormemente luminosa, del Retrato de M.

miércoles, 2 de enero de 2013

"Clandestinidad" de Antonio Jiménez Millán


Barcos

Ioana Gruia

           
            He releído varias veces Clandestinidad (Visor, 2011, XIII Premio de Poesía Generación del 27) de Antonio Jiménez Millán. Hay un rumor de barcos en cada verso, de barcos fascinantes, lejanos e íntimos a la vez. Son los barcos escondidos en la piel, los barcos que mantienen “el anclaje oscuro del deseo/ sobre un fondo de ruinas”, como leemos en el espléndido poema “Clandestinidad (1981)” donde se afirma la gran verdad, siguiendo a Paul Valéry, de que “No hay nada más profundo que la piel”. La poética de la piel atraviesa de hecho todo el libro, estrechamente unida a la de las ruinas, y recordamos en este sentido otro libro magnífico, Bajo la alfombra (Visor, 2008) de Ángeles Mora. En Clandestinidad habitan sombras fuertes en su fragilidad, desbordantes de vida pero conocedoras de todos los abismos, amantes de Lou Reed y de “la vieja ficción de volverse invisible” (“Invisible”). Saben muy bien el “sordo presagio de la muerte insomne” (“Constance Dowling”) y para combatirlo construyen refugios donde “la muerte estaba fuera de lugar” (“El Túnel”), refugios espaciales e interiores, refugios epidérmicos e irresistibles, opiáceos como la invocación del París mitificado de los años treinta (“Clichy, Ménilmontant,/ Faubourg, Montmartre, Rue Fontaine,/Rue Pigalle” –“Días tranquilos en el Albaicín”) o el blues imaginario que se desliza felino por debajo de los poemas. El ritmo de la mayoría de los poemas es en efecto el del blues (mezclado con el bolero), fascinante y desgarrador, un blues que irradia a la vez “la luz insobornable de aquel tiempo” (“Ciudad lejana”) y las corrientes turbias del desamor, llenas de “metáforas gastadas” (“Terral”), a la deriva, trituradas por el tiempo, según leemos en el lucidísimo poema “Riada”, donde el mar ya no tiene el homérico color de vino, el de la grandeza épica ensangrentada, sino el de la cicatriz íntima del olvido:
           
            Así termina a veces el amor.
            Una corriente turbia lleva fotos antiguas,
            muñecas sin vestido,
            muebles desvencijados.
            No se notan las grietas al principio,
            pero el muro es más débil cada día.
            Y de pronto el silencio
            se parece a una nube de tormenta,
            y el futuro les dice que ya es tarde,
            que van a la deriva
            sentimientos mezclados con el barro,
            afectos y traiciones
            hundiéndose en un mar color de olvido.

            La dimensión trágica del mar y de los barcos viene dada por otro tipo de clandestinidad, no escogida sino impuesta, la de los inmigrantes que en “Furtivos” cruzan el estrecho en “embarcaciones frágiles”: “gente que quiere huir hacia otra vida.// Si consiguen llegar a las playas desiertas/ serán supervivientes de otros oscuro engaño./ Sólo sombras furtivas,/ clandestinas.” Clandestinidad despliega, junto con la historia íntima, la colectiva, de las atroces heridas del siglo XX y XXI: la Guerra Civil española, los campos de concentración de Hitler y Stalin, la dictadura militar de Chile, los atentados de Atocha y las Torres Gemelas. La poética de las ruinas abarca tanto los restos desamparados del desamor, dentro de un campo semántico construido en torno a la cicatriz (los muebles desvencijados, las muñecas sin vestido, las metáforas gastadas, las grietas, la “leve punzada que deja cicatriz” de “Terral”) como los muñones trágicos de la historia: “Hiere el pasado a veces/ como un filo de herrumbre,/ saca a la superficie restos indeseables,/ algas en la corriente submarina”, leemos en “Reportaje”. Clandestinidad construye una y otra vez la urdimbre de lo roto, de lo desvencijado, de la cicatriz, de las ruinas, haciéndonos ver dos sombras luminosas, desamparadas y vencidas (por oposición a los “vencedores” denunciados, siguiendo a Cernuda, en “Reportaje”) que habitan entre sus versos: Walter Benjamin y su trágico ángel de la historia, el ángel de Klee al que se alude en “Aniversarios”. Y recordamos el sueño de Benjamin, contado en una carta a su amiga Gretel Adorno y evocado con tanta belleza por Derrida en Fichus (Paris, Galilée, 2002): Benjamin sueña en francés, explica en su carta, con transformar lo “fichu” (que significa a la vez algo que envuelve, una bufanda y algo roto, desgarrado, condenado) en poesía. Algo que logra prodigiosamente Clandestinidad.